Mientras hace camino en el tiempo, Jesús, lenguaje del Padre, cuyo misterio nos dan a conocer los evangelios, aporta la expresividad de la palabra. y el Espíritu de Dios las verdades contenidas en ella. En el antiguo Testamento, eran mediadores proféticos quienes vertían en lenguaje humano y comunicaban al pueblo el conocimiento que Dios les daba a saber sobre sí mismo y cuáles eran sus designios sobre su pueblo.
Es lo que mueve a un historiador actual a considerar, muy atinado y original, el denodado estudio secular de los textos cristianos sobre la Escritura, como La biblioteca de Dios. Feliz título donde Giovanni Maria Vian nos descubre el trabajo ingente de quienes reputaríamos escribanos a cuenta del conocimiento divino.
Es interminable la nómina que engruesan cuantos de manera conspicua entregaron su vida y su lucidez de pródigamente manera a profundizar en la divina sabiduría que encierran los textos sagrados, cuya fuente mana de entre los dedos de Dios. Pablo, Orígenes, Eusebio de Cesarea, Jerónimo, Basilio, Gregorio Nacianceno, Ambrosio, Agustín, Isidoro de Sevilla..., toda una columnata espléndida de mármol fulgurante que rodea el corazón de la Iglesia, en luminosa continuidad, desde las mismas riberas del lago donde Jesús descubría a los suyos los secretos misteriosos del amor de Dios. Porque es en la lámpara del amor donde arde y brilla y coruscante la divina sabiduría.
Loados sean los ojos divinos que miran complacidos a estos arqueólogos del saber, escondido en tan amplia y siempre actual biblioteca de Dios.
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