Jesús procede a elegir a quienes han de constituir ya siempre su entorno humano más inmediato y amistoso, dice el evangelio, y lo hace ostensiblemente, mientras les hace subir por la ladera de un monte.
En un relato tan compendiado como el evangelio, no tienen cabida detalles insignificantes y anodinos. Cada pormenor tiene su peso, ocupa un lugar exacto y obedece a una intención significativa, como éste de subir a la montaña para elegir a doce apóstoles. Abajo queda expectante la multitud. Separar así a los suyos, tiene visos de ritualidad. Doce son las tribus de Israel.
Al monte se acoge Jesús para encontrarse con Dios en destacados momentos; a él escapa cuando ha de rehuir el intento atropellado de nombrarle rey sediciosamente; desde el monte promulgará la ley de la nueva alianza, las Bienaventuranzas. El monte es lo otro, en el silencio apartado de Dios.
Destacar de notable manera a Doce, de entre el resto de sus numerosos discípulos, haciéndoles subir con él a la montaña, a la vista de todos, es un gesto marcadamente intencionado. Quedan así investidos de espiritual relieve y autoridad. Desde ese instante, les cabrá entre otros quehaceres singulares, el de acompañarle ya siempre en amistosa proximidad, asimilar y difundir la noticia de la inmediatez del reino de Dios entre los hombres, convertidos en el eje compacto que dé solidez al grupo más amplio de sus seguidores más asiduos, en los umbrales de la Iglesia.
Y Dios iba viendo que estas cosas eran buenas.
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