domingo, 30 de septiembre de 2012

No es de los nuestros

    Los discípulos de Jesús quieren impedir que un desconocido cure a los posesos invocando el nombre de Jesús. Entienden que se apropia de dones de Dios que no le pertenecen. Y sorprende la respuesta de Jesús, ya que en vez de respaldarles, aprueba al supuesto intruso, alegando que está cooperando a su obra, al mostrar a todos el poder de su nombre, ya que si no está contra ellos, está a su favor.
    Esta observación sobre el beneficio indirecto que les hace el sanador, es lo que sugiere a Jesús la conveniencia de toda una enumeración de buenas acciones en favor de terceros, porque equivale a hacérselas a él mismo: Cualquiera que os dé un vaso de agua por mi, es tanto como si me lo diese a mí mismo.
    Y seguidamente pasa a censurar el escándalo, que por el contrario, desvía del buen camino a los más receptivos e indefensos, como los niños. Para dar más relieve a conducta tan perversa, se vale de hipérboles, esa exageración literaria con que damos más fuerza al lenguaje, midiendo así la gravedad del escándalo con el castigo extremo de echar al culpable al mar, con un piedra de molino al cuello o recomendándonos que evitemos  lo que induce a escandalizar a otros.


Reflexión: El nombre de Jesús

    En la Escritura, a diferencia del sentido gramatical meramente distintivo en nuestras lenguas, el nombre de alguien lo define y se identifica con la persona designada por él, de ahí que los nombres propios tengan significado. Honrar el nombre de Dios es honrar a Dios, porque Dios y su nombre son lo mismo. En ese sentido hemos de entender hacer algo para gloria o el nombre de Jesús. Ocurre así con aquel desconocido que curaba enfermos invocando el nombre de Jesús. No era el nombre en sí, sino Jesús mismo quien confería, mediante el Espíritu, semejante atributo sanador. Y no de otra manera manifiesta san Pablo que al nombre de Jesús, o sea a Jesús mismo, Hijo de Dios, toda rodilla se doble en todo lugar.


Rincón poético

    EL COCHE NO ANDA

No arrancaba el coche; algo atenazaba
su brío, le anclaba la inmovilidad,
un freno invisible clavaba su empuje,
bridas contenían su marcha triunfal.
¿Dónde estaba el clavo que lo retenía,
dónde la mordaza inclemente y fatal?
Sucede a menudo que una flecha rasga
el pecho y el pulso no late ya más.
Es el corazón el que se detiene
como un barco herido por la tempestad.
Empujad, que prenda la chispa en sus venas,
que en su sangre hiervan fuegos de metal.
Volverá la fiebre que en la carretera
del corcel impulse su ímpetu, su afán.
Las prisas acucian. Que no pierda tiempo.
Dos niños le esperan en la gran ciudad.

(De Paseando mis sueños)

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